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Alergia II : “Yo nací así”

De niña me costó mucho, pero mucho, entender que era distinta, que había cosas que yo no podía vivir como el resto de la gente.

Me tuvieron que explicar varias veces, que aunque los niños y niñas éramos diferentes por naturaleza, eso no tenía nada que ver con mi gran teoría de que como yo era niña y tenía alergia, todas las demás niñas del mundo también la tenían. Mientras, los niños quedaban exentos por alguna razón que desconocía, aunque estaba claro que algo tenía que ver con eso de que siempre nos ganasen a la “soga-tira”. ¡Quién no podía ver algo tan evidente!
Además esto era incuestionable, estaba avalado por horas y horas sin perder detalle de todo aquel que se me ponía a tiro. Y siempre la misma conclusión: ¿diferencias?…ninguna.

Entonces… ¿por qué mi vida no era igual?
No era igual en muchísimas cosas, pero había algunas que aunque al resto del mundo le pareciesen tonterías, a mí me tocaban el corazón de una forma especial.

Una de ellas, llevar siempre el pelo “a lo chico”. Alguna vez que conseguía despistar a mis padres y tenerlo un poco más largo, en cuanto me rozaba la cara y sin saber el motivo exacto, parecía que el sarampión se había apoderado de mi por vigesimoquinta vez. Así que nada de pelo largo. Mientras la peluquera hacía su trabajo, y los primeros pelos caían sobre los hombros, mis ojos se reflejaban en el espejo llenos de congoja. En ese justo momento el tiempo se detenía y comenzaba a brotar en mi la tristeza, esa tristeza que me trasladaba de inmediato a mi mundo del miedo, de la vergüenza, a las nuevas burlas, y a ese dolor que me hacía sentir tan chiquitina.

A esto había que añadirle que no podía llevar pendientes, ni de los “malos”, ni de los “buenos”, ni de los hipoalergénicos, ni de los “que monos, tienen dibujitos”, “na de na”, vamos, que no había forma. Hubo más de dos y de tres intentos y todos terminaron igual, con el pendiente literalmente engullido por una oreja que se convertía en un pimiento morrón tamaño gigante, envidia de cualquier agricultor.
Esta mezcla de pelo corto sin pendientes, más la ropa que llevaba que era tema a parte, hacía que muchas personas me confundiesen con un niño, algo que me daba especialmente rabia y que conseguía que terminase siempre con los ojos llorosos de impotencia.

Recuerdo un día de Julio (¡cómo para no hacerlo!), media mañana y un calor bastante pegajoso, por la hora que era. Estaba fuera del ultramarinos, sentada en el escalón de entrada, sin molestar a nadie y desde donde se me pudiese ver perfectamente, órdenes expresas del alto mando.
De repente, una voz curtida y tosca me dijo: “niño, déjame entrar”. Levante la cabeza para mirar a la persona que nuevamente me había llamado “niño” y me encontré a una mujer malhumorada cuya voz le hacía justicia.
Llena de enojo, mi hice a un lado para facilitarle el acceso y cuando la susodicha ya estaba dentro pensé, de forma equivocada, que lo mejor era aclararle la confusión, por si a ella no le habían repetido tantas veces como a mí las diferencias entre niño y niña. Subí el escalón y desde la puerta le dije a ella y a todo el público presente: “¡No soy niño, soy niña,… que tengo pocheta!”.
Las carcajadas invadieron todo el local. La señora que había provocado aquella situación también estaba riéndose, haciendo que su rostro se dulcificará. Se acercó a mí y me dijo para subsanar el error “Perdona guapa, que no me había fijado bien”.
¿Guapa? ¿A mí? ¡Entonces sí que me entraron ganas de llorar! No solo parecía que a todos les había quedado clara la diferencia, sino que me había llamada guapa, guauuuuuu ¡que pasada!
No llegue a entender muy bien en aquel momento el sentido de aquellas risas, pero lo que si fue evidente, es que a mí madre no le hizo tanta gracia, claro… ¡Ella ya se lo sabía!

Nuria Bernad

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Eduardo Lauzurica. Dermatólogo

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