Pedro tiene un aspecto rudo en una primera impresión. De piel morena y cabeza regia, su estatura y contorno corporal disuadirían a cualquiera de tener desavenencias con él. No es menos cierto que desde el momento del saludo, su mirada directa y el tono de voz invitan a la tranquilidad.
Habla con acento, pero sus palabras salen con una cadencia que denota un especial mimo en la pronunciación; se nota que intenta que significado y significante vayan de la mano. Escuchándole, todos nos pondríamos de acuerdo en que domina los recursos del idioma que desde hace ya diez años forma parte de sus herramientas de comunicación.
Al principio no fue así, sin conocimiento ninguno de la lengua, encontró la ayuda interesada de una vecina de barrio, que se ofreció a iniciarle en el idioma de Cervantes. Necesitó incluso la ayuda de un compatriota para entender el ofrecimiento. Aquel interés desapareció cuando la solícita profesora no consiguió activar las flechas de Cupido. Esa era su motivación. Para entonces, Pedro ya trabajaba en una exitosa empresa de pocería, que para eso los afectos vienen acompañados de otros plácemes.
Como en los comienzos todo es poco porque no alcanza para lo necesario, compaginaba su trabajo en acequias, bajantes y pozos sépticos con la correcta ubicación de los coches, muchos de alta cilindrada, en el aparcamiento de un restaurante de postín.
Perteneciente a un selecto club de tiro capitalino, el restaurante recibía las visitas de personas influyentes. El contraste entre los dos ambientes de trabajo no podía ser mayor.

Brillos en madera de violín
Había sido educado en una especial sensibilidad hacia los detalles de buen gusto. Su padre, luthier y violinista de la orquesta nacional de su país, era quien le inculcó el amor a la música. Siendo todavía niño, su progenitor ya amenizaba con el violín los corros de zingaros a la lumbre de la hoguera, en aquel grupo donde él era el único judío. Eran los protegidos por un destacamento del ejército alemán que no siguió las órdenes de ejecución dictadas por el alto mando.
Como luthier, el patriarca estaba orgulloso de aquel violín que sus manos labraron en las maderas de arce, ébano y jacaranda y que pasó todas las pruebas de aquella violinista que lo incorporó al “elenco” de la Scala de Milán.
Sin embargo, la rigidez del sistema que el dictador Ceausescu había impuesto, impedía la natural tendencia del artista a elegir estilo y repertorio, motivo por el cual impidió a sus hijos seguir su camino de interprete.
Alguna tarde al ver el reflejo de la luz sobre el capó de los flamantes modelos del aparcamiento, a Pedro le venían a la memoria los destellos de sol sobre la madera noble de aquel violín, mientras su padre extraía en sus ensayos melodías vaporosas. No sería de extrañar que fuese en alguno de esos momentos de ensoñación cuando se fraguó la idea de coleccionar instrumentos de música. Esta afición le llevó a crear su personal museo, con más de treinta piezas llenas de historia. La última incorporación es ese violín con que su padre tocaba, en esas largas tardes en el invierno de Rumanía, libre de las ataduras del estilo obligado. Su reciente muerte dejó a nuestro protagonista, a modo de parco consuelo, ese precioso legado.
Una de las máximas preocupaciones de Pedro, era limar todos los modismos, palabras malsonantes y demás vocablos que trufaban su incipiente lenguaje, más aún a partir de su nuevo destino en el entramado del club.
Su buen hacer y exquisito trato con los clientes del club, había deshecho cualquier reticencia de los dueños y decidieron promocionarle. Pasó de colocar coches, a situar platos en las mesas y con el tiempo, gran aliado del buen hacer, a enseñar la carta y aconsejar menús.
Como segundo maitre, llegó a tener trato directo con “gente importante” y una posición privilegiada para conocer todos los estratos sociales; desde los pozos a los palcos.
Sus nueve jornadas laborales a la semana durante tantos años estaban dejando mella; el cansancio se acumula, pero nuestro protagonista es un luchador inasequible al desaliento. En un momento determinado la empresa de pocería sufre un cambio de ciclo. El dueño reestructura la plantilla por desconfianza en parte de los trabajadores y es Pedro el encargado de reclutar nuevos equipos. Hasta ese punto llega la confianza depositada en él por su honradez y corrección. Su tesón en el trabajo llamó siempre la atención del dueño cada vez que este se presentaba a pie de obra para comprobar la evolución de sus contratos. Una muerte repentina y el mal hacer de su heredero fueron el detonante para que Pedro, aprovechando los contactos y conocimientos adquiridos, crease su propia empresa de pocería. Aunque habla de enjuagues, sobornos de administradores y de profesionales engreídos, está contento con la evolución del negocio. No permite desaires ni lecciones de honradez. No se cree un triunfador, cuando muchos con menos méritos, llevarían el pecho muy por delante del resto del cuerpo.
Me pregunta por mi nacionalidad, pues dice que mi apellido tiene homónimo en su país. Comenta que tuvo un compañero de clase cuyo apellido se escribía con la misma grafía, al igual que un médico que le trató en su infancia.
Era la primera vez que le veía y este es su relato. Todos tenemos uno, más o menos largo, más o menos estructurado, más o menos confuso, pero siempre único.
Encontrarlo, se me antoja imprescindible.
Transmitirlo, puede ser una necesidad, como lo es la búsqueda inconsciente de un depositario que lo merezca.
Recibirlo, una suerte para aquel que de forma inesperada lo escucha.
Somos lo que somos a través de los otros.
Había otro relato, el de su enfermedad. No se diferenciaba mucho del resto de relatos relacionados con la misma patología. Podremos hablar de ella en otro momento…aunque el nombre del enfermo sea diferente.
Se me olvidaba; antes de despedirse me dijo que ya tenía menos dolor.
Eduardo Lauzurica. Dermatólogo